El turismo global atraviesa una transición sin precedentes: el crecimiento desbordado de visitantes ha superado la capacidad de carga de los destinos más icónicos, generando saturación urbana, crisis de vivienda y un creciente rechazo ciudadano. Ciudades como Barcelona, Venecia, Ámsterdam o Kioto ya implementan medidas drásticas —desde la eliminación de 10.000 licencias de alquiler turístico hasta tarifas de acceso y restricciones de cruceros— para frenar un fenómeno que afecta su sostenibilidad económica, ambiental y social.
Aunque el turismo seguirá siendo un motor económico relevante, con proyecciones del WTTC que estiman US$944,8 mil millones y 35,4 millones de empleos para América Latina y el Caribe en 2035, el modelo de alto volumen y bajo valor agregado muestra señales claras de agotamiento. Su dependencia de mano de obra de bajo costo, el incremento de la inflación inmobiliaria y el aporte limitado en innovación y productividad han alimentado la crítica de que el turismo masivo es, en muchos casos, una promesa de desarrollo poco cumplida.
Las autoridades y organismos multilaterales coinciden en que el futuro dependerá de una reestructuración profunda del sector, orientada a reducir presión territorial y aumentar el valor económico por visitante. Esto implica avanzar hacia modelos de turismo regenerativo, experiencias de nicho, ecoturismo de bajo impacto y destinos inteligentes que aprovechen la tecnología —incluida la IA— para gestionar flujos y mejorar la gobernanza. La transparencia en el uso de las tasas turísticas será clave para legitimar los cambios y disminuir la turismofobia, destinando recursos a vivienda asequible e infraestructura urbana. En este escenario, la gran transición no señala el fin del turismo, sino el fin de un modelo basado exclusivamente en volumen. La pregunta para los países y ciudades no es si deben transformarse, sino qué tan rápido pueden hacerlo para garantizar competitividad, sostenibilidad y calidad de vida.